Las políticas del lenguas y el discurso demagógico
Tenemos mucho que hacer en este país para dejar de ser un país dividido y racista. Interesante el artículo de Virginia Zavala en el que critica los comentarios de la congresista Martha Hildebrant hacia la congresita Sumire. En los que deja entrever su actitud racista y las visiones que están detras de sus afirmaciones.
Lamentablemente es cierto, el lenguaje es un instrumento de dominación.
Algunas preguntas:
¿Cuál es la razón por la que se deben de respetar y realizar las políticas necesarias para que no se extingan las lenguas nativas? Lo que nos lleva tomar una postura desde una visión de derechos o desde una visión pragmática economicista.
Segundo ¿Cuál es la mejor manera de generar e implementar una política de lenguas de manera que no quede sólo en el papel o en el discurso demagógico?
Los invito a leer más abajo el artículo de Virginia.
Lenguas sí, hablantes no
Apuntes sobre la discriminación lingüística
Virginia Zavala
El lamentable incidente entre la Dra. Martha Hildebrandt y la congresista María Sumire obliga a que algunos lingüistas nos pronunciemos. En primer lugar, habría que decir que la Dra. Hildebrandt construye su autoridad desde su identidad como lingüista y ha fomentado una idea de la lingüística como disciplina homogénea, sin debates internos y, lo que es peor, como algo análogo a la pura normativa. “Si hay algún otro lingüista, con él podría discutir”, afirmó. Yo, como lingüista, me permito entonces comentar lo acontecido.
El incidente ocurrió a partir del proyecto de ley 221, que propone publicar, en los diferentes idiomas oficiales, las normas legales que tengan relación con los pueblos originarios del país. Esto en el marco de una serie de leyes a favor de los derechos lingüísticos de los pueblos indígenas. Según la Dra. Hildebrandt, aquello es caer “en la demagogia”, pues estos dictámenes no tendrían ningún efecto práctico en una realidad donde el castellano es sustancialmente hegemónico. En parte, no le falta razón. Por un lado, sabemos que las personas que hablan lenguas vernáculas no necesariamente leen en ellas y, menos aún, están adiestradas para manejar un tipo de discurso de corte legal. Por otro lado, la vitalidad de las lenguas indígenas no se asegura escribiendo documentos oficiales –ni dictaminando su protección y conservación como si éstas fueran artefactos arqueológicos– sino promoviendo el uso (no solo escrito) de las mismas en diferentes espacios. Si se quiere que la población conozca mejor sus derechos, creo que en este momento hay otros medios más eficaces para hacerlo. ¿No sería más útil, por ejemplo, que los peruanos participáramos en un proceso judicial o nos atendiéramos en una posta de salud en el idioma en que mejor nos expresamos? Claro que esto significaría pensar en políticas de aprendizaje de las lenguas por parte de futuros profesionales. En todo caso, lo que quiero decir es que no basta con que algunos congresistas declaren que “hay que evitar la extinción de nuestras lenguas”, sino que es para ello fundamental explicar qué implica oficializar las lenguas vernáculas y cómo y por qué queremos hacerlo.
Pero más allá de discutir el contenido de estas leyes (lo cual ameritaría mucho espacio) quiero centrarme en otro punto. Como lingüista, la Dra. Hildebrandt recordó que “respeta todas las lenguas” y que “defiende nuestras lenguas aborígenes”, pero parece hacerlo obviando a sus hablantes. La historia de muchas comunidades lingüísticas marginadas nos enseña que para transformarlas hay que mejorar el estatus de sus hablantes. Y pienso que el problema radica allí: un discurso abstracto que afirma que se respetan las lenguas y, al mismo tiempo, se muestra un profundo desprecio por sus hablantes. Esta es la contradicción de la Dra. Hildebrandt. La historiadora Cecilia Méndez lo ha dicho muy bien: la ideología criolla se construyó bajo el discurso de “Incas sí, indios no”.
En su interacción con la congresista Sumire, la Dra. Hildebrandt mostró una actitud racista. Hoy sabemos que el racismo es un mecanismo de dominación de un grupo sobre otro que no solo se basa en diferencias del color de la piel, sino también en la fantasiosa distancia imaginada sobre la etnicidad, la apariencia, el origen, la cultura y el lenguaje. Por eso, despreciar a alguien porque utiliza una variedad del castellano diferente a la estándar (o porque dice "haiga" en lugar de "haya") también se puede considerar racista. Cuando la Dra. Hildebrandt presenta una división entre ciudadanos “mejores” y “peores” sobre la base de una supuesta capacidad intelectual ("Imagínese, yo he sido subdirectora general no del Perú sino de la UNESCO y ella me va a enseñar educación, no pues”), reproduce la forma en que el racismo peruano se ha articulado con las categorías de clase, cultura y educación. Esta actitud no solo saca a la luz una estrechísima visión del fenómeno educativo y de los siempre heterogéneos campos culturales, sino que revela además un conjunto de clásicas estrategias de poder que excluyen a un amplio sector de la población para beneficiar a una élite minoritaria y siempre letrada. Lo que se reproduce es esta idea de que los indios son los “otros” y los profesores somos el saber. ¿Cómo puede respetar las lenguas indígenas si piensa que las personas que las hablan no están en capacidad de pensar, opinar y decidir con validez sobre el país? ¿Cómo se puede construir democracia si la opinión del otro no es tomada en cuenta y ni siquiera puede participar?
Si, como académica, la Dra. Hildebrandt estuviera al tanto de la matriz colonial de la subalternización lingüística y epistémica del mundo contemporáneo, podría darse cuenta de que el único conocimiento legítimo no es el académico y que estar situado al margen de la élite letrada no implica ser inferior. Además, como lingüista, debería reconocer que las maneras en que usamos el lenguaje contribuyen a la reproducción de estereotipos. La forma en que la Dra. Hildebrandt interrumpió a la congresista Sumire, su uso de frases despectivas como “niñas quechuahablantes” o “gente que no tiene la capacidad intelectual” y la actitud despótica y autoritaria, manifiesta en su propio tono de voz, nos recuerdan que somos un país incapaz de imaginarse como comunidad, como espacio de relaciones igualitarias.
Es preocupante que las leyes y la clase política comiencen a asumir la máscara del multiculturalismo decorativo que, en el fondo, funciona como un dispositivo de dominación porque no cuestiona la desigualdad económica. Sería bueno que a la Dra. Hildebrandt le haya molestado esta celebración declarativa de la diversidad que es inocente y que no parece repercutir en cambios sociales verdaderos. Sin embargo, su discurso y su práctica no revelan una real preocupación por estos cambios en los pueblos indígenas. Al decir con desprecio que nadie sabe lo que es el idioma piro o que hay lenguas en extinción de 500 hablantes “perdidos por ahí”, la Dra. Hildebrandt mostró una falta de perspectiva frente a los procesos históricos de racialización de las lenguas en el Perú. Y lo ha hecho ofendiendo a muchos compatriotas, a muchos ciudadanos legalmente iguales a ella.
A diferencia de la Dra. Hildebrandt, muchísimos lingüistas, actualmente profesores o activistas, asumimos el lenguaje como una práctica social que no puede desligarse de las luchas de poder entre sus hablantes. Al decir de la lingüista Deborah Cameron, cuando escuchamos a las personas discutir sobre el lenguaje es urgente sospechar que, en realidad, tal discusión está revelando serios conflictos de otro tipo: tensiones y discriminaciones raciales, culturales, de clase o de género. Y es que usualmente a las polémicas acaloradas sobre el lenguaje subyacen argumentos sobre temas que la gente no quiere asumir de forma más directa. Por eso, aunque la Dra. Hildebrandt afirme que sus argumentos se basan en su expertise lingüístico, está muy claro que lo que sucedió el otro día en el Congreso no fue un asunto propiamente lingüístico. – El Dominical/Suplemento de El Comercio 6 23sept07
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