El hombre que vio lo que nadie quería ver

 Por qué después de cincuenta años, Seymour Sarason sigue teniendo razón sobre el fracaso de las reformas educativas



Hay una escena que Seymour Sarason solía imaginar y que se ha quedado grabada en mi memoria desde la primera vez que la leí. Pidió que imagináramos a un visitante de otro planeta observando una escuela terrestre. Sin entender nuestro idioma, sin conocer nuestras costumbres, este observador extraterrestre podría descifrar, en cuestión de minutos, las reglas no escritas que gobiernan ese espacio: quién tiene el poder de hablar y quién debe callar, quién se mueve libremente y quién permanece inmóvil, quién pregunta y quién responde. El marciano no necesitaría leer el reglamento escolar ni los documentos pedagógicos. Le bastaría con observar los cuerpos, los gestos, las miradas.

Esa imagen —perturbadora en su simplicidad— captura la esencia del trabajo de Sarason: la capacidad de ver lo obvio que, de tan obvio, se vuelve invisible.

Seymour Sarason nació en Brooklyn en 1919, en el seno de una familia de inmigrantes judíos lituanos. Su padre era un hombre profundamente religioso; su madre, más adaptada al mundo moderno estadounidense. Desde niño vivió en esa tensión entre tradición y cambio, entre el mundo que se dejaba atrás y el que se construía. A los quince años, la poliomielitis lo dejó postrado durante meses y con una discapacidad permanente. Donde otros habrían visto solo limitación, Sarason encontró una lente particular: la experiencia de estar al margen le enseñó a ver lo que les sucedía a quienes el sistema dejaba fuera.

En la universidad de Yale, donde pasaría más de cuarenta años, fundó algo inusual para la época: la Clínica Psicoeducativa, un espacio donde psicólogos, educadores y estudiantes observaban escuelas reales —no las idealizadas en los papers académicos, sino las que existían con sus contradicciones, sus rutinas gastadas y sus silencios cómplices. Fue allí, observando día tras día el funcionamiento cotidiano de las aulas, donde Sarason comenzó a entender algo fundamental: el problema no estaba en lo que las reformas intentaban cambiar, sino en lo que ni siquiera veían.

En 1971 publicó The Culture of the School and the Problem of Change, un libro que debería ser lectura obligatoria para cualquiera que pretenda transformar la educación. Su argumento central es devastadoramente simple: las reformas educativas fracasan no por falta de recursos o de buenas intenciones, sino porque no tocan lo que él llamó las "regularidades" del sistema escolar.

Las regularidades son esos patrones de comportamiento tan arraigados que los confundimos con la naturaleza misma de la educación. El timbre que fragmenta el día. El profesor al frente y los estudiantes en filas. La puerta del aula cerrada como frontera infranqueable. La evaluación como juicio más que como aprendizaje. Son tan ubicuas, tan "normales", que cuestionarlas parece absurdo. Y sin embargo, dice Sarason, mientras no las toquemos, todo cambio será cosmético.

Pero aquí viene lo más incómodo de su pensamiento, lo que muchos reformadores prefieren ignorar: estas regularidades no son accidentes históricos ni hábitos neutros. Son manifestaciones de poder. Cada una de ellas define quién tiene voz y quién debe callar, quién decide y quién obedece, quién enseña y quién aprende. Por eso Sarason escribió esa frase que debería estar grabada en la entrada de todo ministerio de educación: "Introducir, sostener y evaluar un cambio educativo son procesos inherentemente políticos, porque inevitablemente alteran o amenazan con alterar las relaciones de poder existentes".

La palabra "político" aquí no se refiere a partidos o ideologías. Se refiere a algo más profundo: a la distribución del poder en las microinteracciones diarias. Cuando un estudiante levanta la mano para hablar, cuando un profesor cierra la puerta de su aula, cuando un director convoca a una reunión, se están reproduciendo o desafiando estructuras de poder que tienen siglos de antigüedad.

Sarason tenía una forma particular de explicar por qué las reformas fracasan una y otra vez. Imaginemos, decía, que queremos cambiar el tráfico de una ciudad de conducir por la derecha a conducir por la izquierda. Podríamos cambiar todas las señales, reentrenar a todos los conductores, modificar todos los vehículos. Pero si no cambiamos los hábitos mentales profundos, los reflejos automáticos, las miles de micro-decisiones que tomamos al volante, el resultado será el caos. Lo mismo ocurre en educación: cambiamos los currículos, los métodos, las tecnologías, pero dejamos intactos los reflejos profundos del sistema.

Hay una anécdota que Sarason cuenta en sus memorias que me parece reveladora. Durante una consultoría en una escuela, observó cómo los maestros se quejaban amargamente de que los estudiantes no participaban en clase. Propusieron todo tipo de soluciones: nuevas dinámicas, premios, castigos. Pero cuando Sarason cronometró las clases, descubrió que los profesores hablaban el 80% del tiempo. Los estudiantes tenían, literalmente, poco espacio para participar. El problema no era la falta de participación estudiantil, sino la omnipresencia de la voz docente. Pero esto era tan "normal", tan parte del ADN de la enseñanza, que nadie lo veía.

Esta ceguera selectiva es lo que Sarason llamaba "la tiranía de lo familiar". Estamos tan acostumbrados a ciertas formas de hacer las cosas que no podemos imaginar alternativas. Y cuando alguien las propone, el sistema tiene formas sutiles —y no tan sutiles— de rechazarlas. Los maestros que intentan innovar son vistos con sospecha por sus colegas. Los directores que buscan cambios son desgastados por la burocracia. Los estudiantes que cuestionan son etiquetados como problemáticos.

Sarason documentó este fenómeno una y otra vez. En The Predictable Failure of Educational Reform (1990), fue aún más lejos: no solo predijo que las reformas fracasarían, sino que explicó exactamente cómo y por qué lo harían. Las reformas, escribió, suelen ser diseñadas por personas que no están en las aulas, implementadas sin cambiar las condiciones de trabajo de los maestros, y evaluadas con métricas que no capturan lo que realmente importa. Es como intentar cambiar el sabor de un pastel cambiando solo la decoración.

Pero sería un error pensar que Sarason era un pesimista. Al contrario, creía profundamente en la posibilidad del cambio. Solo que insistía en que el cambio real requiere algo más que buenas intenciones y presupuestos generosos. Requiere lo que él llamaba "preparación para el cambio": un proceso lento, difícil, a veces doloroso, de examinar y cuestionar nuestras propias regularidades mentales y organizacionales.

En uno de sus últimos libros, The Power of Place (2002), Sarason exploró cómo el espacio físico de las escuelas refuerza las regularidades culturales. Las aulas aisladas fomentan el trabajo solitario de los maestros. Los pasillos largos y vacíos desalientan la interacción. Las oficinas administrativas alejadas de las aulas crean distancia entre la gestión y la pedagogía. Cambiar la educación, sugería, podría empezar por algo tan simple —y tan radical— como rediseñar los espacios.

Lo que más me impresiona de Sarason es cómo su propia biografía informó su teoría. La experiencia de la polio no solo le dio empatía por los marginados; le enseñó que los sistemas pueden ser rediseñados para incluir en lugar de excluir. Su identidad como hijo de inmigrantes le mostró cómo las culturas pueden chocar y coexistir. Su larga carrera en Yale le permitió ver cómo generaciones de reformas llegaban con bombos y platillos para luego desvanecerse sin dejar huella.

Hay un concepto de Sarason que me obsesiona: el "universo de alternativas". Cada decisión que tomamos en educación —desde cómo organizamos el día escolar hasta cómo evaluamos el aprendizaje— es una elección entre múltiples posibilidades. Pero la cultura escolar es tan fuerte que hace que estas elecciones parezcan inevitables, como si no hubiera alternativas. El trabajo del verdadero reformador, dice Sarason, no es imponer una nueva alternativa, sino expandir el universo de lo que parece posible.

En mis años trabajando en el sistema educativo peruano, he visto cumplirse las predicciones de Sarason con una precisión casi dolorosa. He visto reformas ambiciosas estrellarse contra las regularidades invisibles del sistema. He visto a maestros brillantes agotarse luchando contra la cultura escolar. He visto a estudiantes creativos aprender a silenciar su voz para sobrevivir en el aula.

Pero también he visto destellos de lo que Sarason llamaba "cambio genuino". Lo he visto cuando un grupo de estudiantes en Lima Sur se organizó para enseñarse matemáticas entre ellos, rompiendo la regularidad del maestro como única fuente de conocimiento. Todo ello gracias a una docente que se abrió a cuestionar su práctica, como Mariella en Villa el Salvador o Ayme en Paruro, Cusco. Lo he visto cuando la Sheyla Aquino una profesora fuera de serie de Paruro empodera a sus estudiantes y hace que aprendan entre pares con estudiantes del mismo grado de Alemania e Inglaterra todos los sábados via Zoom. En esos espacios la voz la tienen los estudiantes.

Estos cambios no llegaron por decreto. No fueron impuestos desde arriba. Surgieron cuando las personas involucradas —maestros, estudiantes, padres— comenzaron a ver y cuestionar las regularidades que habían aceptado como naturales. Cuando se dieron cuenta de que el emperador estaba desnudo y se atrevieron a decirlo.

Sarason escribió más de cuarenta libros, pero hay uno que pocos conocen y que considero fundamental: Letters to a Serious Education President (2008). Son cartas ficticias a un presidente imaginario que realmente quiere cambiar la educación. En ellas, Sarason destila medio siglo de sabiduría en consejos prácticos pero profundos. Mi favorito: "No empiece por cambiar las escuelas. Empiece por entender por qué son como son".

Si tuviera que elegir una sola idea de Sarason para compartir con cada educador, cada funcionario, cada padre de familia, sería esta: el cambio educativo no es un problema técnico que se resuelve con mejores métodos o más tecnología. Es un problema cultural que requiere examinar y transformar las creencias más profundas sobre qué significa enseñar y aprender, quién tiene derecho a hacerlo y cómo organizamos estos procesos.

Hace unas semanas, releyendo The Culture of the School and the problem of change, encontré un pasaje subrayado que había olvidado. Sarason escribía sobre un maestro que le dijo: "Llevo treinta años enseñando y recién ahora me doy cuenta de que he estado respondiendo preguntas que mis estudiantes nunca hicieron". Esa frase me persigue. ¿Cuántas preguntas estamos respondiendo que nadie hizo? ¿Cuántos problemas estamos resolviendo que no son los problemas reales?

Por eso creo que leer a Sarason no es solo un ejercicio académico. Es un acto de valentía intelectual. Es disponerse a ver lo que preferimos no ver, a cuestionar lo que damos por sentado, a imaginar lo que parece imposible. Sus libros no ofrecen recetas fáciles ni soluciones mágicas. Ofrecen algo más valioso: una forma diferente de mirar.

Si usted, querido lector, trabaja en educación —como maestro, director, funcionario, padre de familia— le hago una invitación: lea a Sarason. Empiece por Revisiting The Culture of the School and the Problem of Change (1996). No es una lectura fácil, lo advierto. Sarason no escribe para entretener sino para perturbar. Pero le prometo que no volverá a ver una escuela de la misma manera.

Y tal vez, solo tal vez, esa nueva mirada sea el primer paso para el cambio que tanto necesitamos. Porque como Sarason nos enseñó, antes de cambiar las escuelas, necesitamos cambiar la forma en que las vemos. Y antes de transformar la educación, necesitamos entender por qué ha resistido tanto tiempo a la transformación.

El marciano de Sarason sigue ahí, observando nuestras escuelas, viendo lo que nosotros no podemos o no queremos ver. La pregunta es: ¿estamos listos para ver a través de sus ojos?


Si este artículo resonó con usted, le invito a sumergirse directamente en la obra de Seymour Sarason. Sus libros están disponibles en inglés, y aunque algunos conceptos requieren paciencia, cada página es una inversión en entender verdaderamente qué necesitamos cambiar —y por qué es tan difícil hacerlo. Comience por "The Culture of the School and the Problem of Change" (1971). Su futuro yo se lo agradecerá.


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